La soledad… Una palabra que a muchos les pesa, pero que otros empiezan a valorar con los años.
Estamos acostumbrados a pensar en la soledad como algo negativo:
ausencia de compañía, aislamiento, tristeza. Pero… ¿y si no siempre fuera así?
La soledad también puede ser refugio. Silencio. Una pausa entre tanto ruido.
Cuando el mundo exige que estemos disponibles, atentos, conectados…
la soledad aparece como ese espacio donde nadie nos exige nada.
Donde no hay máscaras, ni roles que cumplir.
Y si alguna vez has sentido esa calma —profunda, silenciosa—
sabes que hay una belleza en estar solo sin sentirse solo.
Porque no se trata de rechazar a los demás, ni de huir de la vida social.
Se trata de entender que hay momentos en los que solo el silencio puede hablarnos.
Solo la pausa puede enseñarnos. En la soledad nace la introspección.
Aparecen preguntas que no nos hacíamos. Y respuestas que no sabíamos que llevábamos dentro. Las relaciones humanas son hermosas…
pero también complejas. Exigen atención, energía, adaptación. Y a veces… cansan.
En cambio, en la soledad elegida —esa que uno busca, no la que duele—
todo se vuelve más claro...