Había una vez un cuervo que vivía en lo alto de un antiguo roble, junto a un lago cristalino.
Un día, mientras volaba por la orilla, vio por primera vez al cisne.
Su plumaje blanco como la luna y su porte elegante lo dejaron sin palabras.
Desde ese instante… el cuervo cayó perdidamente enamorado.
Quería llamar su atención, pero sabía que su plumaje negro y su graznido ronco no podían compararse con la belleza del cisne.
Entonces, comenzó a buscar objetos brillantes: perlas, botones dorados, pedazos de espejo… incluso collares robados de algún picnic descuidado.
Cada día, el cuervo dejaba una joya distinta a los pies del cisne.
Ella, halagada por los regalos, los aceptaba con una sonrisa encantadora.
El cuervo, emocionado por cada gesto, se atrevía a preguntar:
— ¿Podríamos ser pareja algún día?
El cisne reía suavemente y respondía con delicadeza:
—No, cuervo… somos tan distintos. Aun así, seguía recibiendo los obsequios.
Cada vez más costosos. Cada vez con más esfuerzo. Hasta que un día, mientras el cuervo volaba con una nueva joya en el pico, la vio junto al lago.
Pero no estaba sola. Un cisne macho nadaba a su lado, rozando sus alas con ternura.
Se reían. Se acariciaban. Se miraban… como nunca lo había mirado a él.
En ese instante, el corazón del cuervo se rompió en mil pedazos.
Desde entonces, algo dentro de él se apagó. Dejó de volar alto. Dejó de cantar.
Dejó de buscar. No comía. Sus plumas caían. Y su reflejo en los charcos se volvía cada vez más débil… casi irreconocible.
Pasaron los días. Hasta que una mañana, escuchó el graznido firme de otro cuervo que volaba con majestuosidad sobre el bosque. Ese sonido despertó algo en su interior.
Con esfuerzo, se acercó al lago y miró su reflejo: flaco, demacrado… y triste.
Entonces, se hizo una pregunta que jamás antes se había planteado:
“¿Valía la pena perderme a mí mismo… por alguien que nunca me quiso?”
La respuesta estaba allí, tan clara como el agua que lo reflejaba.